Pierre Auguste Renoir (25 de febrero de 1841 - 3 de diciembre de 1919), es uno de los más célebres pintores franceses. No es fácil clasificarlo: perteneció a la escuela impresionista, pero se separó de ella rápidamente por su interés por la pintura de cuerpos femeninos sobre los paisajes. El pintor Rafael tuvo una gran influencia en él.
El impresionismo es un movimiento pictórico que surge en Francia a finales del siglo XIX, en contra de las fórmulas artísticas impuestas por la Academia Francesa de Bellas Artes, que fijaba los modelos a seguir y patrocinaba las exposiciones oficiales en el Salón parisino.
El objetivo de los impresionistas era conseguir una representación del mundo espontánea y directa, en pinturas creadas directamente "in situ", no elaboradas en el taller tal y como se estilaba hasta entonces. En parte por la necesidad de abreviar la ejecución, se recurre a una pincelada rápida y suelta, y a formatos manejables frente a los formatos monumentales típicos de la pintura académica.
Renoir, ofrece una interpretación más sensual del impresionismo, más inclinada a lo ornamental y a la belleza. No suele incidir en lo más áspero de la vida moderna, como a veces hicieron Manet y Van Gogh. Mantuvo siempre un pie en la tradición; se puso en relación con los pintores del siglo XVIII que mostraban la sociedad galante del rococó, como Watteau.
En sus creaciones muestra la alegría de vivir, incluso cuando los protagonistas son trabajadores. Siempre son personajes que se divierten, en una naturaleza agradable. Se le puede emparentar por ello con Henri Matisse, a pesar de sus estilos distintos. Trató temas de flores, escenas dulces de niños y mujeres y sobre todo el desnudo femenino, que recuerda a Rubens por las formas gruesas. En cuanto a su estilo y técnica se nota en él un fuerte influjo de Corot.
Renoir posee una vibrante y luminosa paleta que hace de él un impresionista muy especial. "El palco", "El columpio", "El Moulin de la Galette", "Le dèjeuner des canotiers", "Bañistas", son sus obras más representativas.
Auguste Renoir nació en Limoges en febrero de 1841. En 1845, Renoir y su familia se mudaron a París. Allí, Pierre-Auguste continuó sus estudios hasta la edad de 13 años. Ya como adolescente, trabajó en el taller de los hermanos Lévy donde pintó arreglos florales sobre porcelana hasta los 17 años. En 1858, Renoir realiza pintura sobre abanicos. En esa actividad adquirió el gusto por las piezas de gran luminosidad y de pinceladas rápidas.
En 1862, Renoir, al captar atención por las pinturas que tuvo que hacer en unas misiones religiosas, postuló a la Escuela de Bellas Artes y entró al taller de Gleyre, donde conoció a Monet, Bazille y Sisley. Sus primeros cuadros de estilo clásico, romántico y realista no fueron inicialmente bien criticados. Sin embargo, la primera obra que expone en la galería l’Esméralda en 1864 recibió una muy buena acogida, pero después de la exposición la destruyó. Pintó gran cantidad de paisajes y de cuerpos humanos, principalmente femeninos (sobre todo el de Lise Tréhot quien fue su amante). Esta joven tuvo una importancia vital en la obra del pintor, dado que al romperse la relación, hubo un cambio en el estilo del autor. La carrera de Renoir realmente se inicia en 1867 con la exposición de la Lise à l’ombrelle.
El período impresionista de Renoir dura entre 1870 y 1883. Pinta gran cantidad de paisajes pero sus obras más características tiene por tema la vida social urbana. En todos sus temas el énfasis lo pone en la juventud y la vitalidad. Su más grande obra durante este período es Déjeuner des canotiers; la mujer que juega con el perrito en este cuadro será su esposa, Aline Charigot. De esta época data su Retrato de Madame Charpentier con sus hijos, aún impresionista. Le fue encargado por el editor Charpentier, quien le ayudó en años difíciles. Gracias a él, fue convocado a colaborar en las ilustraciones para un libro de Émile Zola.
Entre 1883 y 1890, Renoir entra en su período ingresco. En busca de las fuentes clásicas de Ingres marcha a Italia y contempla la obra de Rafael in situ; decide revisar su estilo. Los contornos de sus personajes se vuelven más precisos. Dibuja las formas con gran precisión, los colores se vuelven más fríos. Al convertirse en padre por primera vez deja la pintura por un tiempo. Al regresar al trabajo realiza la más importante obra de este período Grandes baigneuses, cuadro que tardó tres años en completar.
De 1890 a 1900, Renoir cambia nuevamente su estilo. Ahora es una mezcla de sus estilos impresionista e ingresco. Mantiene los temas Ingres pero con la fluidez en las pinceladas de su período impresionista. Su primera obra de este período Jeunes filles au piano, es adquirida por el estado francés para ser expuesta en el Museo de Luxemburgo. En 1894, Renoir es padre por segunda vez. La niñera de sus hijos, Gabrielle Renard, se convierte en uno de sus modelos preferidos.
Entre 1900 y 1919, Renoir entra en su período de Cagnes. En esta época sufre graves crisis de reumatismo. Con el nacimiento de su tercer hijo en 1901 su pintura toma una nuevo matiz. En varias ocasiones pinta en compañía de la niñera, quien también se convertirá en modelo para sus obras.
Al morir su esposa Aline en 1915, Renoir, ya en silla de ruedas, continúa pintando para ahogar su pena. Vuelto a Cagnes continuó pintando hasta terminar su composición "Descanso tras el baño", y una naturaleza con manzanas. Pierre-Auguste Renoir moriría el 3 de diciembre de 1919 luego de visitar por última vez el Louvre donde ya se exponían sus pinturas, recién pasada una fuerte pulmonía, y sería enterrado a los tres días en Essoyes junto a su esposa. También cabe recordar que fue padre del destacado cineasta francés Jean Renoir ("La gran ilusión", "La regla del juego"), que comenzó practicando el naturalismo cinematográfico y terminó depurando su estilo hasta alcanzar el impresionismo en algunos films ("La comida sobre la hierba").
Como los restantes impresionistas, fue un autor ausente de los museos españoles hasta la apertura del Museo Thyssen-Bornemisza. La Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, expuesta en una ampliación del mismo museo, cuenta también con ejemplos suyos. La Casa de Alba cuenta con un "Busto de mujer con sombrero de cerezas" (Palacio de Liria, Madrid) que fue adquirido por la actual duquesa en su juventud.
Pintor austriaco, fundador de la Secesión vienesa, movimiento del Art Nouveau. Sus primeros trabajos consisten principalmente en grandes pinturas murales para teatros realizadas en un marcado estilo naturalista. Después de 1898, la obra artística de Klimt se inclinó hacia una mayor innovación e imaginación y asumió un aspecto más decorativo y simbólico. Continuó pintando murales, pero las severas críticas públicas a sus tres murales Filosofía, Medicina y Jurisprudencia (1900-1902, Universidad de Viena, destruidos en 1945 en un incendio), le llevaron a realizar pinturas sobre lienzos. Los trabajos más conocidos de Klimt son sus últimos retratos, como el de Frau Fritsa Reidler (1906, Galería Osterreichische de Viena), con su sencilla y translúcida superficie, de colores y formas de mosaico, y con sinuosas y curvadas líneas y dibujos en sus fondos. Entre sus obras más admiradas destacan las series de murales de mosaico (1905-1909) para el Palacio Stoclet, en Bruselas, una mansión privada, opulenta, diseñada por el arquitecto Josef Hoffmann, que fue también miembro de la Secesión vienesa. La "etapa dorada" de Klimt vino determinada por un progresivo acercamiento de la crítica y un gran éxito comercial. Muchas de sus pinturas de este período incorporan pan de oro a la pintura, aunque éste era un medio que Klimt ya había utilizado esporádicamente desde 1898 (Pallas Athene) y su primera versión de Judith, de 1901. Tras regresar de su viaje italiano, Klimt participó en la decoración del suntuoso palacio Stoclet, hogar de un opulento magnate belga. Este edificio se convertiría en la síntesis del Art Nouveau centroeuropeo. La aportación de Klimt -representada por El Cumplimiento y La Expectación- significaron el clímax de su energía creativa, y tal como él mismo afirmó, "posiblemente el último paso de mi desarrollo de la ornamentación". Las obras más notables realizadas en esta etapa fueron sin embargo el Retrato de Adele Bloch-Bauer I (1907) y El beso (1907-1908). Paralelamente, Klimt realizó retratos de diversas damas de la alta sociedad vienesa, normalmente envueltas en pieles. En 1911, gracias a La vida y la muerte, Klimt es galardonado con el primer premio de la Exposición Universal de Roma.
El 6 de Febrero de 1918, tras haber pasado un infarto, neumonía y la llamada gripe española, Klimt falleció. El artista, en su lecho de muerte, preguntó por Emilie Flöge, veinte años menor que él y con la que nunca quiso contraer matrimonio. En su taller dejó inacabadas gran cantidad de obras.
La obra de Klimt tuvo una enorme influencia sobre todo el grupo de la Secesión Vienesa. En su papel de líder del grupo, Klimt no sólo fue una poderosa influencia para artistas como Egon Schiele, sino que trató de apoyar la obra de estos jóvenes talentos con la institución del Küntshalle, en 1917, con el que pretendía evitar el éxodo de artistas al extranjero. Su relación con la aristocracia y la intelectualidad vienesas le permitió un contacto estrecho con las personalidades más importantes del continente, como Oskar Kokoschka y Alma Mahler, entre otros. Su estética inconfundible, y cierto aroma decadentista con que se suele identificar su obra, lo han convertido en un referente ineludible de la moda y la estética contemporáneas. Las astronómicas cifras alcanzadas en subastas de sus obras prueban, en cierto modo, que el éxito comercial de Klimt no ha decaído, un siglo después de su muerte.
Se encontraba mi cuna junto a la biblioteca, Babel sombría, donde novela, ciencia, fábula, Todo, ya polvo griego, ya ceniza latina Se confundía. Yo era alto como un infolio. Y dos voces me hablaban. Una, insidiosa y firme: «La Tierra es un pastel colmado de dulzura; Yo puedo (¡y tu placer jamás tendrá ya término!) Forjarte un apetito de una grandeza igual.» Y la otra: «¡Ven! ¡Oh ven! a viajar por los sueños, lejos de lo posible y de lo conocido.» Y ésta cantaba como el viento en las arenas, Fantasma no se sabe de que parte surgido Que acaricia el oído a la vez que lo espanta. Yo te respondí: «¡Sí! ¡Dulce voz!» Desde entonces Data lo que se puede denominar mi llaga Y mi fatalidad. Detrás de los paneles De la existencia inmensa, en el más negro abismo, Veo, distintamente, los más extraños mundos Y, víctima extasiada de mi clarividencia, Arrastro en pos serpientes que mis talones muerden.
Y tras ese momento, igual que los profetas, Con inmensa ternura amo el mar y el desierto; Y sonrío en los duelos y en las fiestas sollozo Y encuentro un gusto grato al más ácido vino; Y los hechos, a veces, se me antojan patrañas Y por mirar al cielo caigo en pozos profundos. Más la voz me consuela, diciendo: «Son más bellos los sueños de los locos que los del hombre sabio».
Tu vida es un gran río, va caudalosamente. A su orilla, invisible, yo broto dulcemente. Soy esa flor perdida entre juncos y achiras que piadoso alimentas, pero acaso ni miras.
Cuando creces, me arrastras y me muero en tu seno; cuando secas, me muero poco a poco en el cieno; pero de nuevo vuelvo a brotar dulcemente cuando en los días bellos vas caudalosamente.
Soy esa flor perdida que brota en tus riberas humilde y silenciosa todas las primaveras.
La noche por ser triste carece de fronteras. Su sombra en rebelión como la espuma, rompe los muros débiles avergonzados de blancura; noche que no puede ser otra cosa sino noche.
Acaso los amantes acuchillan estrellas, acaso la aventura apague una tristeza. Mas tú, noche, impulsada por deseos hasta la palidez del agua, aguardas siempre en pie quién sabe a cuáles ruiseñores.
Más allá se estremecen los abismos poblados de serpientes entre pluma, cabecera de enfermos no mirando otra cosa que la noche mientras cierran el aire entre los labios.
La noche, la noche deslumbrante, que junto a las esquinas retuerce sus caderas, aguardando, quién sabe, como yo, como todos.
La mendiga bajaba siempre a la misma hora y se situaba en el mismo tramo de la escalinata, con la misma enigmática expresión de filósofo del siglo diecinueve. Como era habitual, colocaba frente a ella su paltillo de porcelana de Sèvres pero no pedía nada a los viandantes. Tampoco tocaba quena ni violín, o sea que no desafinaba brutalmente como los otros mendigos de la zona.
A veces abría su bolsón de lona remendada y extraía algún libro de Hölderlin o de Kierkegaard o de Hegel y se concentraba en su lectura sin gafas.
Curiosamente, los billetes y hasta algún cheque al portador, no se sabe si en reconocimiento a su afinado silencio o sencillamente porque comprendían que la pobre se había equivocado de época.
Extraído del capítulo "Del faro y otras sombras", de "La vida ese paréntesis".
Lo cierto es que la primera casa relevante fue, al menos para mí y no siempre por buenas razones, la de la calle Capurro. En primer término, allí nació mi hermana; en segundo, mi viejo cambió de trabajo y ello redundó en un considerable aumento de sus entradas; en tercero y último, me enfermé de cierto cuidado y el médico prohibió que concurriera al colegio. La convalecencia fue interminable, pero pasados los primeros meses mi viejo contrató a una maestra particular que, tres veces por semana, dedicaba cuatro horas diarias a mi (deformada) formación.
Se llamaba Antonia Vico. Recuerdo el apellido porque rimaba con abanico, y éste era un artefacto que ella levaba en las cuatro estaciones. Aunque siempre estaba acalorada, mi madre nunca le ofrecía el ventilador, pues en mi condición de eterno convaleciente una mera corriente de aire podía provocarme una recaída, o, en el más leve de los casos, una serie de treinta y dos estornudos. Me consta que era delgada, con piel muy blanca y unos ojos oscuros que me dedicaban dos tipos de miradas: una, dulce y comprensiva, cuando mis padres estaban presentes, y otra, inquisidora y severa, cuando nos dejaban solos. En resumidas cuentas, no fue un amor a primera vista.
En general, cuando un niño cualquiera goza de una maestra privada para su exclusivo desgaste, la tendencia natural es a recibir la lección del lunes y luego darle una lectura rápida para así quedar bien cuando llegue el repaso del miércoles. Yo en cambio hacía todo lo contrario: estudiaba el lunes la lección que ella iba a impartirme el miércoles, lo cual provocaba en la pobre muchacha una gran frustración, una suerte de vacío pedagógico, y acaso el temor de que si mis padres se enteraban de que yo avanzaba en mis conocimientos sin que su aporte didascálico fuera imprescindible, decidieran prescindir de tan fútiles servicios. Sin embargo, yo podía ser perverso pero no delator, de modo que nunca comenté con mis padres mis retorcidas tretas de alumno. Mi objetivo no era que Antonia se quedara sin trabajo, sino más bien que tomara conciencia de con quién se las veía. De modo que así seguimos: yo anticipándome a su lección, ella aprendiendo a respetarme. Como me sabía cada tema al dedillo, y detectaba de inmediato cualquier desvío u omisión de su parte, a veces parecía que era yo quien tomaba la lección y ella la que pasaba apuros.
Sólo seis meses después de una inflexible aplicación de esa técnica, o sea cuando al fin estimé que mi honorabilidad estaba a salvo, decidí permitirle que nuestra relación retomara un ritmo más normal y en consecuencia acepté que me dictara la lección antes de yo aprenderla. De más está decir que me lo agradeció en el alma y a partir de ese reajuste empezó a mirarme con ojos dulces y comprensivos, aun cuando mis padres o estaban presentes. Tengo la impresión de que hasta llegó a amarme. Y a esta altura ya no vale la pena ocultarlo; creo que yo también la amé un poquito, tal vez porque aquella mirada dulce, que ahora disfrutaba en exclusividad, me derretía por dentro. En ese entonces yo sólo tenía ocho años, pero lo que más tarde sería reconocido como mi vocación estética me llevó a mirarle las piernas y las encontré hermosas, bien torneadas, seductoras. Quizá no era sólo vocación estética. A esta altura pienso que mi primera y precoz exteriorización erótica se concentró en las ojeadas clandestinas que dediqué a aquellas piernas graciosas y cabales. Incluso soñé con ellas, pero aun en la ocasión onírica no iba más allá de las miradas de admiración y asombro. Imágenes posteriores me recuerdan que Antonia poseía lindos pechos y labios prometedores, pero a los ocho años mi éxtasis tempranero quedaba anclado en sus piernas y no me permitía distraerme en otras franjas de interés.